Si usted se dirige desde
Córdoba Capital hacia el noreste por ruta 17, se va a encontrar con un pequeño
pueblo mesopotámico llamado Marull, ubicado entre los ríos Suquía y Xanaes
próximos a sus desembocaduras, colgadito ahí al sur del Mar de Ansenuza.
No le miento si le digo
que es una sucursal, por no decirle que es el mismo Paraíso Terrenal.
La mayoría de los
habitantes son descendientes de piamonteses, aunque también algunos migraron
desde Líbano (el caso de mis abuelos), Croacia, España, Alemania, entre otros.
Una familia llegada desde
Florida de Liébana, los Medina, españoles y salamantinos, se establecieron en
la zona rural de este pueblo dejando como legado a sus descendientes una
costumbre que en España es "La matanza", pero aquí se conoce como
"La carneada", prevaleciendo la expresión usada por los gringos (así llamamos a los descendientes de italianos exclusivamente).
Ya verá usted, si ésta no
es gente trabajadora y de celebrar la vida, dígame qué es.
Todos los años entrado el
invierno establecen la fecha de la carneada, que se lleva cabo entre junio y
agosto.
Eligen los mejores
chanchos que ellos mismos crían y ceban
con una dieta especial, grano de buena calidad y terminados con maíz, nada de
soja ni alimento balanceado.
Los preparativos llevan
varios días. Primero se hace la lista de tareas como afilar cuchillos,
lavar tarros, limpiar y cortar cebolla
de verdeo y acelga para las morcillas, pelar ajos, moler pimienta, nuez
moscada, ovillar hilos.
Luego la lista de la
mercadería para la compra grande: todo de buena calidad y sin mezquinar, que
después no se diga que en la carneada faltó bebida o comida, “más bien que
sobre y no que falte”. Vino, gaseosa,
fernet, bebida blanca, además de todo lo necesario para cocinar y limpiar.
Y finalmente la lista de
la gente hablada, comprometida y
confirmada.
Durante el primer día se
lleva a cabo la matanza y pelado de los cerdos, tarea de los hombres, para
luego despostar y descarnar, se cocinan los cueros y llegada la noche, todo se
extiende sobre las mesas para que repose
y se enfríe.
Algunas mujeres recogen la sangre ni bien se degüellan los animales,
hacen morcillas y limpian tripas, mientras otras preparan tallarines con salsa y
carne mechada para el almuerzo. El postre generalmente se ha preparado de antemano.
Entre tanto otras derriten grasa en grandes ollas, sin descuidarla un momento,
ya que en ocasiones empieza hacer espuma y levantarse, según dicen, debido a
que el animal había sido malo o era una
chancha preñada. Cuando está lista se cuela, se prensa, y todos se
acercan a probar el chicharrón caliente y sacar alguna foto.
Más tarde se reparten
pastelitos y empanadas como merienda y la cena consiste en milanesas con puré o
ensalada. El segundo día el desayuno se sirve temprano, antes que salga el sol ya debe estar listo.
Es muy completo: queso, dulce y café con leche, chicharrón, además de huevos fritos y los lomitos del
cerdo a la sartén con ajos.
Enseguida los hombres se
dedican al picado de la carne, el corte
de la grasa ya fría en dados y el trabajo de embutir.
En los primeros tiempos
todo se hacía con máquinas manuales, pero hoy se utiliza embutidora, cortadora
de dados (esos cubitos de grasa que tienen los salames) y sierra, todas
eléctricas.
Un momento clave y central
es el de condimentar, en el que el
"dueño" dosifica sal, pimienta, nuez moscada y demás aderezos que luego darán el sabor "justo",
como los hacía el abuelo. Es un lapso de silencio y concentración. Una distracción podría dar por tierra con
toda la carneada, desbaratando dinero, tiempo y sobre todo el sabor justo que
sólo el respeto estricto de la fórmula garantiza.
Las mujeres se ven más
aliviadas recién a la hora del almuerzo,
ya que se come el asado y se prueban los chacinados.
En el galpón los hombres
hablan de cosechas o molinos, y de esos temas que siempre me han causado
curiosidad y no me he atrevido a escuchar ni abordar porque siento que sería violar algún pacto de
caballeros. Lo que sí sé es que se ríen mucho.
En la cocina y en el patio
se comentan en voz baja y con mucha discreción las novedades del pueblo, quién se casó, quién se
separó, a quién corrieron de la casa, quién está internado grave o ha muerto.
Durante todo el día el
mate anda de mano en mano, con distintas cebadoras y estilos, bastante
engrasado como podrá usted imaginarse.
La carneada es un ritual.
No se trata de matar chanchos para hacer embutidos. No señor. Esto es una
tradición, una cultura transmitida de padres a hijos generación tras generación
y traída a través de los siglos, luego de haber cruzado el océano. Transcurre
en un clima anacrónico, sin apuros ni vaivenes urbanos, sin relojes. Ahí es
donde reside la magia, en reflotar un pasado que nunca termina de pasar.
Durante los días posteriores ya tendrá usted
tiempo para ir quitando la grasa de los muebles, los picaportes de las
puertas, los pisos y para los comentarios.
Mientras los cuerpos
trabajan subiendo, colgando, pesando y bajando medias reses de los aparejos,
amasando y mezclando las carnes molidas y las grasas cortadas en dados sobre
los tablones de madera, las bocas se hacen tiempo para, entre trago y trago,
contar cuentos o historias, a veces reales y otras veces fantásticas y algunas
otras mitad y mitad, bien adornadas. Pero el momento mejor para esto, es el de
las sobremesas, cuando los licores van dejando a los comensales relajados y más
sueltos de lenguas y se animan a hablar ante el auditorio, aunque sólo algunos
tienen ese don, los demás son sólo oyentes.
Allí convergen personas de
varias edades y generaciones. Los de setenta años para arriba son los invitados
especiales, respetados y escuchados, pasean desde la cocina al patio y al
galpón, disfrutando y contando sucesos de carneadas de otros tiempos, como don
Zenón Tisera.
Les siguen los que dirigen
las faenas, dan las órdenes, dosifican los condimentos, entre los que está por
lo general el dueño.
Hay otra generación que
tiene a cargo las tareas pesadas, son jóvenes, fuetes y ágiles. Y está toda la
chiquillada de ahí para abajo, que disfruta mirando, paseando a caballo,
comiendo y bebiendo lo que se le ocurre, sin límites ni restricciones. Estos chicos
no se despegan de sus teléfonos ni siquiera durante las comidas, de pronto
empiezan a enviarse videos raros, como que alguien no sé dónde se tomó una gaseosa y luego se comió una pastilla de
menta y le explotó el estómago
fatalmente.
Y es a raíz de escuchar
eso o verlo de reojo, que a don Zenón, hombre de experiencia y un tono de voz
que invita a escuchar, locuaz y categórico en sus discursos, le vino a la
memoria un caso verídico, a través del cual puso matiz a una de tantas
carneadas a las que asistí, y que en mi afán por atrapar historias y
personajes, me pareció oportuno dar a
conocer, no sé si como un hecho real o como producto de la imaginación de un respetable
hombre de campo.
En plena sobremesa y en
medio del silencio y la atención de todos, contó algo que le pasó hace poco
tiempo, con su caballo el Doradillo.
Resulta que el pobre
animal empezó a sentirse mal, estaba duro, se quedaba empalizado y se pateaba
la panza. Sabido es que esos son los síntomas del bicho del cuajo. También es
sabido que para dicha dolencia no hay remedio más santo que darle de beber
sulfuro mezclado con agua, tumbándolo y obligándolo a ingerir todo el líquido.
Pero llegó un vecino
inoportuno justo cuando el animal acababa de beberse toda la dosis y le aseguró
a don Zenón que el mal que estaba aquejando a su caballo no era el bicho del
cuajo sino el moquillo, y que el remedio apropiado para el caso era hacerle
aspirar humo de eucalipto. Ahí nomás, mientras lo iba escuchando, y en su afán
por aliviarlo, don Zenón amontonó con la alpargata un poco de hojas secas del
suelo y les prendió fuego. Cuando el pobre Doradillo aspiró la primera bocanada
todo sucedió en una fracción de segundo: el estallido, el estampido y el saltar
de extremidades y bofes equinos por todos los alrededores, quedando esparcidos
a varios metros a la redonda, enganchados
en las aspas del molino y en las ramas más altas de los eucaliptos.
Después de unos largos segundos
atravesados por un silencio que podía tocarse, nadie atinó a mirarse a la cara
ni hacer comentarios. Fueron tomando sus gorras o sombreros del perchero y
salieron cada cual a lo suyo, dando fin a la memorable sobremesa.