martes, 28 de julio de 2015

LA VUELTA DEL CORONEL


Entonces  se salvó mi caballo. Porque luce saludable y espléndido en la estatua ecuestre que hoy inauguran en mi honor. Algo de esto me pareció escuchar aquella vez que intentaban trasladar mis despojos desde Santa Fe a Córdoba. Y un atisbo de existencia me removió las cenizas esta mañana hasta hacerme sentir un temblor que me arrancó del sueño largo y me trajo hasta la Plaza España.
He llagado entre el tumulto de la gente, las banderas de ceremonias y un oleaje de guardapolvos blancos. También están las autoridades, hasta eL Gobernador. ¡Tuvieron que pasar tantos años!
Por estos lugares que hace dos siglos eran apenas montes vírgenes a la orilla del río, hoy plagados de asfalto, supe andar entreverado con  el gauchaje federal batiéndome en una guerra que al final era entre hermanos, y hoy ya ni sé si valió la pena sacrificar tanta vida, derramar tanta sangre.
Sí, he llegado hasta aquí abriéndome paso entre el gentío gracias a que los muertos somos invisibles. Y tuve que hacerlo a pie, añorando a mi caballo, por eso me ha dado tanto gusto verle en lo alto del pedestal de concreto, con su pata delantera en el aire, con su gesto decidido y su mirada llenita de lealtad. Me he acercado y he tenido la impresión de que respira y puede verme...Pero no sé, tal vez sea sólo el producto de mi nostalgia espectral.
He venido de a pie por el lado del Cerro de las Rosas, que así es como llaman ahora a La Tablada. Hace horas que camino bordeando la ribera del Suquía en busca del barranco desde donde me arrojé aquel día con mi cabalgadura. Recuerdo claramente el momento en que le tapé los ojos con mi poncho porque temí que no se atreviera a lanzarse al vacío. No me arrepiento de eso, aunque hoy puedo confesar que me dolió más por él que por mí, pero en ese tiempo ni muerto me hubiera entregado a los unitarios y tampoco les dejaría mi flete. Nos iríamos juntos, él era parte de mi vida y de la causa y no sería yo quien arriara el blasón rojo.
Veo flamear una bandera nueva que luce una franja punzó y me parece que vuelve a correr sangre federal por mis venas  intangibles, hasta creo experimentar un escalofrío.
En el momento que la izaron tuve la certeza de que una lágrima  caliente corrió por mi rostro inmaterial y sospecho que un niño de guardapolvo advirtió mi presencia cuando miró hacia arriba mientras con la mano se secaba el pelo, aunque no sé como explicármelo despojado hace tanto de la carne.
El discurso fue emotivo, no puedo negar que me resucitó el orgullo provocando que mi pecho pareciera estallar como si  revolvieran aquellas heridas de muerte, y todo sin mi cuerpo. Fue algo muy extraño.
Me escabullí entre el gentío y me pregunté si los chicos cordobeses sabrán de mis luchas, si alguien les hablará de mí a la hora de contar la historia argentina. Y me quedé a un costado de la gente y del tiempo pensando en todo eso y esperando el final del acontecimiento.
Ahora, aprovechando la soledad de la plaza desierta me he encaramado a mi caballo de bronce y acariciando su oreja metálica, fría, yo, el Coronel Juan Bautista Bustos, le he pedido perdón. Y puedo asegurar que ha resoplado como invitándome a saltar una vez más desde el barranco hacia las aguas redentoras del Suquía.                                                                                                                                                   
                                     
                                                                                             

ESPEJO

 -¿Qué habrá ahí atrás?- 
Y se encaró al espejo. Dio un paso al costado, al otro lado. Se miró de perfil, de frente, de reojo. Sintió curiosidad. Apoyó las dos manos sobre el bisel. No sabía qué estaba buscando. Trató de hurguetear dentro de su cabeza a través de los ojos. Pero cuando se aproximó todavía otro poco, otro poquito más, descubrió que tenía... ¡Un  solo ojo!- Grande y en medio de la frente, profundo, hueco como  una puerta de entrada. Se acercó, se acercó y en un tris se metió por el ojo único y se dio vuelta como una media. Escuchó el ¡clap! de la caída sobre el piso de la pieza opuesta…hasta hacía un segundo. Y se miró los pies.
-¡Menos mal que estoy descalzo, porque me he dado vuelta!
-Las uñas estaban volteadas hacia adentro y los pelos también.
-¡Soy un ser contrahecho!- 
Y sin despegar las manos enrevesadas del borde, dio un peligroso salto y se invirtió otra vez por el orificio ocular. Alejó lentamente el rostro del cristal y volvió a ver sus dos ojos, los de siempre…pero el derecho estaba a su izquierda. Siempre había tenido ese lunar chiquitito debajo del ojo derecho--Bien. Estoy del otro lado del espejo- 
Ya más orientado se dispuso a vestirse. Las medias estaban en la cómoda. Tropezó con la mesita de noche. Claro, la izquierda estaba a la derecha, por ende la derecha tenía que estar a la  izquierda. Se quiso sentar al borde de la cama para ponerse las zapatillas pero cayó al techo y se quedó muy tranquilo cabeza abajo, mirando hacia el piso cómo la araña tejía con comodidad sobre el ventilador  -Siempre estuvo colgando-
Caminó con cuidado por la pared en un ángulo recto muy extraño y se vistió. Asomó por  la ventana y notó que la casa de su anciana vecina estaba en el lugar de su propia casa, y la suya se había mudado a la vereda de enfrente.
-¡Qué lío! ¡Lateralidad, qué mal! Arriba, abajo, al norte, al sur... ¿de qué, de quién, de  dónde?
-Al fin, haciendo cálculos mentales, acertó la puerta del frente. Caminó; se sentía inconexo, raro.  
-¿Soy yo? ¡Malditas coordenadas!-  
Se dirigió a la casa de la anciana para saber si necesitaba algo y de paso compartían un tecito como otras veces.    
-¡Pero qué mala resultó ser esta viejita! ¡Tratarme de esa manera! ¿Me ha confundido o estará enferma? ¿Llamaré a su hija? Me olvido que estoy al revés o esta pobre mujer también está invertida.
A su pesar saludó cordialmente a la señora tratando de secarse con disimulo el sudor de la frente.
-¿Con la mano izquierda? Nunca he sido zurdo- 
Y se dispuso a seguir su paseo por el barrio. Lo que vio a continuación volvió a desconcertarlo. Según el plano que trataba de armar en su confundida cabeza, estaba justo ante la puerta de sus vecinos peleadores -así los llamaba porque cada mañana se gritaban desde temprano- Pero ahora estaban ahí, tomados de la mano, hablando bajo y por lo que se veía muy cómplices y amables.           
-Parece que la gente puede aborrecerse, pero del revés llevarse de maravilla- 
Pensó en completar el recorrido alrededor de la manzana. A todos los moradores no los conocía, pero sí a unos cuantos. Por ejemplo los chiquitos ricos de la esquina, conectados siempre a una máquina de jugar, pálidos, viendo pasar el mundo por las ventanas ahora se acercaban en bicicleta. 
- ¿Cuándo fue que aprendieron a pedalear?
-Lo más inesperado fue ver cómo les cedían sus bicicletas nuevas a cambio de un abrazo a los chicos pobres que venían cada mañana del barrio bajo a pedir un poco de pan o yerba para el desayuno.
Tuvo otra visión.
-Estoy entendiendo, mirando en espejo algunos tienen mucho y  no poseen nada, otros lo poseen todo y sin embargo no tienen nada - 
Estaba próximo a pasar por el quiosco y comprar algo para el desayuno.   
–Pobrecita la chica del quiosco, con su  mirada siempre triste. Hoy veo otra luz en sus ojos.  ¿Cómo es en realidad? ¿Estará del revés? A lo mejor todos tenemos un derecho y un revés-   
Cabía la posibilidad de que ella hubiese permanecido todo el tiempo al revés, por eso estando él al derecho nunca la había visto correctamente.
-¡Esto es  matemática pura! ¡Eureka! Eureka!- 
Revés-Revés= Derecho.
Derecho-Derecho= Derecho. 
Derecho-Revés= Revés.
Revés-Derecho= Revés.

No todo es lo que parece. No todo lo que parece es. Todo tiene un derecho y un revés. 
Lo acababa de descubrir. Pero claro. La chica nunca se enteraría que existían estas leyes.
Tuvo ganas de contarle lo que estaba experimentando y proponerle algo: mirarse directamente a los ojos bien cerca, bien cerca para encontrarse en un punto y dejarse caer en un lugar mágico. Pero no se atrevió.  
-Dos facturas- pidió con timidez mirándose en el vidrio de la ventana. 
Después saludó y se fue. Caminó siempre con el codo derecho apoyado a la pared -bueno, el codo izquierdo en este caso, hay que aprender a ver el revés de las cosas-   hasta que se encontró parado ante la puerta de su casa. Corrió, se acercó al espejo, apoyó las manos en los bordes. Miró, miró hasta ser monóculo, se dio vuelta y cayó justo al lado de la cama. 
-¡¿Las siete y cuarenta ya?! ¡¡Llego tarde!! 
Se revirtió por el ojo, verificó que los pelos estuvieran del lado de afuera, los peinó con la mano, se puso el uniforme, saludó- nadie le respondió- cerró la puerta y salió corriendo para el colegio.


                                                                             Nancy Mansur                                                                                      

PRESIDIARIA

PRESIDIARIA
Cantó el gallo. 
Cómo quisiera tener una silla un poco alta, para colgar las piernas y balancearlas a modo de dos péndulos. No sé si habrá afuera sol o nubes. Acá siempre es invierno. Las primaveras migraron quién sabe adónde. Pero era primavera aquella tarde. Primavera y llovía. Lo que no recuerdo es si había o no arco iris, si hacía frío… ¡hace ya tanto!
Después me quedé sin tiempo, se me fue olvidando de las manos, resbalando por el piso impregnado de orines, trepando pared arriba hasta alcanzar la claraboya, escurriéndose entre las rejas, los patios, para ganar la calle, el campo, el cielo.
Con mi prisión perpetua a cuestas, con mi fría condena de morir para siempre, de vivir para nunca. Toda silencio y soledades. Huérfana. De padres, de hijos, de todo. De afectos, de caricias, de visitas. 
Mi hermana a veces venía y me contaba estrellas y lloviznas, pero a mí me ganaron los barrotes y a ella se la fue tragando el alcohol gota a gota...Y me quedé sin nada.
La gente nace, muere, pasa. Yo sólo transcurro en este averno, y no encuentro manera de escapar.
Otra vez cantó al gallo y necesito una silla, que sea bien alta, que mis piernas se cuelguen y pendulen… adelante, atrás, adelante, atrás…
Algunas tardes el reuma me da una tregua, y apoyando la espalda en la pared cierro los ojos y me marcho. Siento como que el alma se me va desprendiendo y se aleja de los barrotes en una suerte de vuelo rasante, y se va buscando la casa de la niñez, la casa de ladrillos sin revoque a la orilla del pueblo, hecha de hambres y de ausencias. 
Feliz a su pesar. Dicha de azúcar y vinagres, casi remiendo y pies descalzos, casi hiel y rayuela.
Entonces todo vuelve al punto de partida. Todo gira y retorna, como una monótona y cruel rueda. Mi infancia rota, cercenada. Mi odio duro, impenetrable, cerrado, por donde no puede filtrarse el arrepentimiento. Y de nuevo mi mano se alarga al cuchillo, una vez y otra vez, y mil veces. Y otras tantas revuelve la carne caliente para que se cumpla el juramento. Y entonces algo se vuelve a lavar con la sangre.
Otra vez cantó el gallo.