jueves, 26 de agosto de 2010

LA CORNISA

Hela ahí, parada en la cornisa,
en el filo delgado que separa
la gran elevación del insondable precipicio.
Ahí está, con los pies alineados
pues no hay espacio que contenga
el uno junto al otro.
Se ve en su cima;
se siente en lo más alto
y se piensa la dueña del sutil equilibrio.
Sus brazos bien alzados.
Su arrogancia.
Tiene una copa de cristal en cada mano.
¿Qué misteriosa e invisible esencia
contiene cada cáliz?
Son de cristal tallado con sus manos,
pero más que con ellas, con su alma.
Una es el recipiente de aquel amor primero
puro, hecho de sueños y quimeras,
tan temprano, tan frágil e intangible.
Tan etéreo.
La otra,
el receptáculo perfecto del amor hecho carne,
también puro,
el de alcobas revueltas
sazonado con años compartidos,
con sueños esgrimidos, no alcanzados,
con hijos, con pañuelos en los puertos,
con partidas y adioses.
¿Qué buscará ahí arriba,
escudriñando aplausos inaudibles
de un público irreal, inexistente?
¿Habrá quizás enloquecido?
Sigue parada ahí.
Firme guardiana.
¡Que no flaquee un pie!
¡Que un viento traicionero no la empuje al vacío!
Pues es la responsable de evitar la caída
salvando intactas ambas copas
para evadir heridas que quizá nunca cierren
y eternamente sangren.
Pero sólo es feliz
parada en esa arista,
hasta el momento del incierto día
que la alcance la muerte
con su implacable caminar tras ella,
sus sueños y quimeras.
Manejando los riesgos,
controlando la fina diferencia
con precisión de artista
que separa la dicha de la nada.