La tierra da vueltas cargando a su séquito de seres vivientes entre los que
estamos incluidos, sin que siquiera nos percatemos de la velocidad a la que
viajamos por el infinito que se nos antoja azul celeste, siguiendo una órbita
imaginaria.
Y ahí vamos.
Dando vueltas, centrifugándonos al tiempo que nos desplazamos, con los pies y
las raíces aferrados a la superficie,
sin quedar en ningún momento patas
arriba y sin caer a ningún vacío.
Sin que -
por suerte- el agua de océano alguno se
derrame en el espacio sideral, esparciendo todo tipo de peces y ballenas,
salpicando lunas, estrellas y hasta peligrando apagar el único sol que por
ahora tenemos.
Sin que los
pelos se nos batan o se nos vuelen los sombreros. Sin que salgamos despedidos y
despatarrados, aventados quizá hacia qué mundos ignotos.
Ahora nos
toca asomar por el lado más cercano al
sol, a raíz de un eje imaginario que
está algo inclinado.
Y de pronto
toda la vida florece, siente la necesidad de multiplicarse y estalla en una
explosión de colores y aromas.
Yo no sé si
habrá un ojo gigante que nos ve dar vueltas enloquecidos en un pedazo de roca
redondeado de tanto girar, mientras vamos
anotando escrupulosamente ese tránsito en un cuadro al que llamamos
calendario.
No hay comentarios:
Publicar un comentario