miércoles, 26 de septiembre de 2018

CRÓNICAS


La rutina del mate en la cama
crónicas tempranas de un diario virtual
arde la polémica del gran ojo humano
distancias globales tiempos digitales          
lluvias generales la muerte de un juez.
La vista se asoma rebota y espía  
las ventanas frías de los receptores
niños con linternas cazando en la noche
ratones que asados  saben a manjar
de señores ricos que en los restaurantes
canjeando miserias un dólar les dan.
La pantalla táctil parpadea  y muestra
personas que buscan en los albañales
joyas extraviadas de los opulentos,
vadeando las heces rebuscan su pan.
Los chicos flacuchos de ojazos que sueñan
con sueños enteros hartos de mirar
barrigas hinchadas patitas de tero
comiendo reviro desidia y bacterias
duermen sus zozobras postergan su afán.    
Señor Padre Nuestro que estás en la Tierra
de las tentaciones y los mandamientos
de los condenados y sus sacramentos
de los despiadados y sus monumentos.
Perdón Padre Nuestro que estás en los Cielos
de los sin consuelo ¡Qué duro es el pan!



FOTO DE INFANCIA


La consigna era buscar una foto y luego escribir, explayarse.
Es que no sé lo que estoy buscando.
Por momentos me parece que es alguna de mi infancia. Pero sucede que de tantas en papel no encuentro la que quisiera. Porque claro, era en otro milenio y otro siglo, otra vida, sin digitalización. Y es por ese simple menester que no descubro una sola en la que pueda verme a mí misma.
Hay un par en blanco y negro, las miro y las miro y me cuesta encontrarme ahí. Lo primero que trato de sondear es mi mirada.
En una me veo sentada inmóvil sobre una mesita de patas torneadas, con mis bucles obedientes, metódicamente ordenados y me parece vislumbrar susto o una leve manifestación de enojo a punto de romper en llanto o desatar un berrinche. Había vivido algo menos de un año en ese momento atrapado.
La otra en la iglesia, mi primera comunión. Pero sucede que esa no era la yo de todos los días, la de mi vida real. Era una yo envarada, tiesa, metida en un vestidito blanco confeccionado para la ocasión, en unos zapatos nuevos, incómodos y feos, con un devocionario entre las manos enguantadas de blanco, simulado perfil de la piedad.
Y es ahí donde encuentro el amor de las manos de mi madre, y me empiezo a ir por las puntadas de los hilvanes y el pedal de la máquina Singer.
Y anda por ahí también mi padre consintiendo su mandato de inventar un viaje al pueblo exclusivamente para comprar los zapatos, la mantilla, sacar la foto. Un acontecimiento.
Pero detrás de todo eso me veo incómoda, con mis rodillas arañadas que no logran acomodo ni se rinden ante el agua y el jabón, con mi pelo recogido muy tirante y requintado y mi inútil resistencia a ser desenredado  con la inclemencia de mi madre y su eterno peine Pantera, del que yo huía con un salvajismo inservible ante su voz autoritaria. 
Y es justo ahí cuando consigo escaparme de la foto y entonces sí me veo. Ahora sí soy yo.
Yo  correteando por un patio de tierra, jugando a las bolitas o montando a caballo, subiendo al techo para evitar una tunda anunciada, construyendo molinitos de lata y perfeccionándolos de manera tal que giren según la orientación de la ráfaga,  trepando al olivo en marzo para que mi abuela prepare las inolvidables aceitunas negras.
Yo juntando caracoles a orillas de la laguna, esperando que la gallina ponga su huevo para descubrir por dónde lo larga, corriendo a mis primas de la ciudad con un sapo en la mano, adiestrando a los perros y hasta a los indomables gatos para que tiren de los carros de madera hechos por las manos de mi hermano y las mías, chiquitas.
Cierto, recién me doy cuenta que eran manos chiquitas ahora que las miro parada en este instante, porque la verdad es que antes no se me había ocurrido, mis manos eran mis manos y listo, estas mismas que ahora tipean. No me había percatado que por ellas también los años se deslizaron feroces e inexorables.
Y ahora que me tomo mi té de rosellas, que me saco fotos y las elimino, que miro la nada pasar por la ventana  mientras espero tejiendo polainas en elástico jaspeado, me sigo buscando en esos retratos palidecidos y me empiezo a encontrar.
Me veo frente a mi vida con todo lo feliz que fui, con todas las sorpresas, los logros, los tropiezos, los errores; con todas las ausencias y silencios que me fueron alcanzando. Entonces me doy cuenta de que si mil veces se me diera la oportunidad de volver a vivir una vida a elección, las mil veces volvería a optar por ésta.


EL OTRO COLÓN. (Si las cosas hubieran sucedido de otro modo)




Cristóbal Colón partió del Puerto de Palos de Moguer un día de verano tórrido en el hemisferio norte, cuando se iba terminando el siglo XV.
Estaba seguro que navegando siempre hacia occidente llegaría a Las Indias y si seguía avanzando un poco más volvería al punto de partida, porque dentro de su cabeza la Tierra era redonda.
Y efectivamente, llegó y tuvo la certeza de que así era.
Pero al final nadie se enteró.
Cuando al mando de la carabela de la reina se encontraba a un tiro de piedra de la costa, los habitantes de estas tierras lo tomaron prisionero. En medio de la resistencia algunos tripulantes murieron, otros escaparon y los heridos fueron llevados para ser curados por los chamanes y los brujos con fuegos y yerbas.
Después no se supo de ellos, porque los cambiaron como mercancías exóticas por papas y maíces con tribus remotas.
A Colón le asignaron una mazmorra especial para gente venida de otros mundos.
Al principio no quería comer, sólo aceptaba unos tragos de agua por la mañana.
Pero más tarde trató de comunicarse con la joven que le alcanzaba esa calabaza llena de chorros de rocío cada vez que salía el sol.
Primero fueron dibujos en el piso de tierra.  
Luego gestos.
Hasta que se acercaron tanto que empezaron a mirarse y entenderse.
Se aproximaron con miradas arreojadas, esquivadas, soslayadas, oblicuas, diagonales, rectilíneas, paralelas, directas, punzantes, agudas, penetrantes, subterráneas y profundas.
Inventaron palabras explicativas atragantadas, cavernosas, masculladas, apretadas, desesperadas, temblorosas, abatidas.
Se entendieron con voces largas, altas, canturreadas, destempladas, ondulantes, bajas, guturales, balbuceadas, gemidas.
Se descubrieron bajo el sol, la lluvia, el granizo, la niebla, las sombras, las lobregueces.
Se atraparon, se cataron, se bebieron, se tragaron, se absorbieron, se consumieron y se consumaron.
Y se olvidaron de dónde venían y hacia dónde iban.
Y por eso no hubo América y España.
No hubo indios y blancos, ni mita y yanaconazgo.
Ni Pizarro y Almagro, ni fortines y viruela, ni campañas al desierto.
No hubo negros, ni esclavos, ni chicha, ni limonada.
Ni nada.
Ese fue el otro Colón.   
                                                                             

PRIMAVERA



La tierra da vueltas cargando a su séquito de seres vivientes entre los que estamos incluidos, sin que siquiera nos percatemos de la velocidad a la que viajamos por el infinito que se nos antoja azul celeste, siguiendo una órbita imaginaria.
Y ahí vamos. Dando vueltas, centrifugándonos al tiempo que nos desplazamos, con los pies y las raíces  aferrados a la superficie, sin quedar  en ningún momento patas arriba y sin caer a ningún vacío.
Sin que - por suerte-  el agua de océano alguno se derrame en el espacio sideral, esparciendo todo tipo de peces y ballenas, salpicando lunas, estrellas y hasta peligrando apagar el único sol que por ahora tenemos.
Sin que los pelos se nos batan o se nos vuelen los sombreros. Sin que salgamos despedidos y despatarrados, aventados quizá hacia qué mundos ignotos.
Ahora nos toca asomar por el  lado más cercano al sol, a raíz  de un eje imaginario que está algo inclinado.
Y de pronto toda la vida florece, siente la necesidad de multiplicarse y estalla en una explosión de colores y aromas.
Yo no sé si habrá un ojo gigante que nos ve dar vueltas enloquecidos en un pedazo de roca redondeado de tanto girar, mientras vamos  anotando escrupulosamente ese tránsito en un cuadro al que llamamos calendario.