Entonces se salvó mi caballo. Porque luce saludable y espléndido en la estatua ecuestre que hoy inauguran en mi honor. Algo de esto me pareció escuchar aquella vez que intentaban trasladar mis despojos desde Santa Fe a Córdoba. Y un atisbo de existencia me removió las cenizas esta mañana hasta hacerme sentir un temblor que me arrancó del sueño largo y me trajo hasta la Plaza España.
He llagado entre el
tumulto de la gente, las banderas de ceremonias y un oleaje de guardapolvos
blancos. También están las autoridades, hasta eL Gobernador. ¡Tuvieron
que pasar tantos años!
Por estos lugares que hace
dos siglos eran apenas montes vírgenes a la orilla del río, hoy plagados de
asfalto, supe andar entreverado con el
gauchaje federal batiéndome en una guerra que al final era entre hermanos, y
hoy ya ni sé si valió la pena sacrificar tanta vida, derramar tanta sangre.
Sí, he llegado hasta aquí
abriéndome paso entre el gentío gracias a que los muertos somos invisibles. Y
tuve que hacerlo a pie, añorando a mi caballo, por eso me ha dado tanto gusto
verle en lo alto del pedestal de concreto, con su pata delantera en el aire, con
su gesto decidido y su mirada llenita de lealtad. Me he acercado y he tenido la
impresión de que respira y puede verme...Pero no sé, tal vez sea sólo el
producto de mi nostalgia espectral.
He venido de a pie por el
lado del Cerro de las Rosas, que así es como llaman ahora a La Tablada. Hace
horas que camino bordeando la ribera del Suquía en busca del barranco desde
donde me arrojé aquel día con mi cabalgadura. Recuerdo claramente el momento en
que le tapé los ojos con mi poncho porque temí que no se atreviera a lanzarse
al vacío. No me arrepiento de eso, aunque hoy puedo confesar que me dolió más
por él que por mí, pero en ese tiempo ni muerto me hubiera entregado a los
unitarios y tampoco les dejaría mi flete. Nos iríamos juntos, él era parte de
mi vida y de la causa y no sería yo quien arriara el blasón rojo.
Veo flamear una bandera
nueva que luce una franja punzó y me parece que vuelve a correr sangre federal por
mis venas intangibles, hasta creo
experimentar un escalofrío.
En el momento que la izaron
tuve la certeza de que una lágrima caliente corrió por mi rostro inmaterial y sospecho
que un niño de guardapolvo advirtió mi presencia cuando miró hacia arriba
mientras con la mano se secaba el pelo, aunque no sé como explicármelo
despojado hace tanto de la carne.
El discurso fue emotivo,
no puedo negar que me resucitó el orgullo provocando que mi pecho pareciera
estallar como si revolvieran aquellas
heridas de muerte, y todo sin mi cuerpo. Fue algo muy extraño.
Me escabullí entre el gentío y me pregunté si los chicos cordobeses sabrán de mis luchas, si alguien les hablará de mí a la hora de contar la historia argentina. Y me quedé a un costado de la gente y del tiempo pensando en todo eso y esperando el final del acontecimiento.
Me escabullí entre el gentío y me pregunté si los chicos cordobeses sabrán de mis luchas, si alguien les hablará de mí a la hora de contar la historia argentina. Y me quedé a un costado de la gente y del tiempo pensando en todo eso y esperando el final del acontecimiento.
Ahora, aprovechando la
soledad de la plaza desierta me he encaramado a mi caballo de bronce y
acariciando su oreja metálica, fría, yo, el Coronel Juan Bautista Bustos, le he
pedido perdón. Y puedo asegurar que ha resoplado como invitándome a saltar una vez
más desde el barranco hacia las aguas redentoras del Suquía.